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Graceland o el despertar del rey
Por Dominique Rodríguez Dalvard · Periodista cultural.

Perder la vista. Tremendo sentido. Quizá esto que vemos en este cortometraje de Tomás Corredor  es lo que pasa si se pierde, o se empieza a perder un sentido. Sentir la irremediable vejez. No recuerdo las palabras exactas, tampoco importa tanto, pero Gustavo Corredor, su protagonista, habla y dice que una imagen –aunque borrosa– le permite el recuerdo. ¿Qué pasará, nos preguntamos entonces, cuando esa imagen ya ni siquiera pueda ser? Acá invento, evoco, quizá imagino lo que podría ser un sentimiento hueco. Lo lindo del corto de Corredor –por si falta decirlo es el hijo del hombre que está perdiendo la vista– lo potente, lo dolorosamente humano, es que nos permite ver y vernos allí en esa sinsalida que es la sinsalida de un padre, pero que también podría ser la nuestra, la de cualquiera.

¿Qué fue lo que me conmovió si no el impulso de vida que se resiste a desaparecer? Se impone, altivo, digno, conquistador, y se niega a la enfermedad y al dolor. Reclama pasado y gloria. Y lo baila. 

Aunque sepamos que el final está ahí, a la vuelta de la esquina, el protagonista se decide a dificultárselo un poco, este final, no se entregará tan fácilmente. Un poco de ritmo, un poco de amor, o todo el amor, combatiendo el futuro desalmado. Me niego a dejar de ver-me así, imaginar- me así, bailando a Elvis, pareciera que nos exclama Gustavo. Quizá por eso estos minutos se llaman La Tierra de la Gracia, Graceland, porque eso es: gracia. La de vivir, ni más ni menos. 

El director equilibra la tristeza del padre con el sentimiento del recuerdo, como si éste se estuviera reconciliando con él, agradeciéndolo, haciendo las pases con los suyos, con el saberse vivo. No cae en la melancolía si bien sabe muy bien que camina irremediablemente hacia la oscuridad. 

Sin embargo, el tratamiento de la imagen también es destacable. No solo nos permite imaginarnos cómo se van borrando los bordes de las cosas, sin obviedades pero realismo, sino que nos invita a entrar en una calidez de la luz que ojalá así fuera ese más allá de la ceguera. No es lechoso sino brillante, en donde parecemos entrando en una paleta con grano de cine, pintada en Tecnicolor.

La economía también juega a su favor. Son los minutos justos para contarnos una historia convincente y amorosa que se lee y asume como homenaje. 

Y claro que uno podría decir que en la escena final el padre se acostó en un lado y con otra mesita de noche y se levantó con otro aire. ¿Error de script?, no lo creo, diría que más bien es un despertar en los aposentos de Elvis, con esa luz increíble que le llegaba al salón del piano de su Graceland. Un despertar, entonces, con el Rey. 


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